De Fiyi me gusta lo que no se muestra, lo que menos se indaga, incluso lo que en ocasiones no se sabe que existe. Todos tenemos la idea en nuestra mente de las playas paradisíacas, de los cocoteros, de la arena blanca y dorada meciéndose al son de las sutiles olas cristalinas con un tono azul turquesa degradándose a lo lejos, mientras el sol las acaricia tornando sus crestas plateadas. Tenemos la idea de las horas tumbados sin hacer nada más que descansar de nuestra anodina existencia.
Pero lo que me gusta de aquí no es eso, lo que me encanta de este lugar es lo que siempre me apasiona del trópico, aunque en este caso se ve reforzado por una visión poco común para mis sentidos.
El trópico no es sólo un lugar, es una sensación, una vivencia. El trópico es la belleza exubertante de la vegetación que se abre paso incesante y sólo consigue ser agrietada por los ríos achocolatados que provocan surcos en ella. Pero en la parte sur de la isla principal, el trópico se embellece aún más, conservando su esencia gracias al desconocimiento y a la lejanía de lo foráneo. Aquí es donde el extenso manto verde se salpica de los colores vibrantes de cada una de las humildes casas que sus moradores han elegido a su antojo, como si intencionadamente estuvieran pintando en un gran lienzo de melancolía verde a la que quisieran despojar de toda tristeza. Esas casas cuentan con extensos jardines llenos de flores preciosas, de todos los colores y formas posibles, en los que la naturaleza se encuentra cuidadosamente ordenada, y los niños juegan sonrientes en ellos sin distinguir los límites de los mismos, dando la sensación de que se encuentran en el limbo de lo que debe ser el paraíso. El único límite se lo pone el mar, la inmensidad azul que no sólo no le resta belleza, sino que se la proporciona de una manera infinita…
Y después, a este trópico se le acerca la tormenta y todo lo transforma. El sol se esconde dejando paso a las nubes, los truenos y la lluvia torrencial, a veces durante largos minutos, otras veces durante escasas horas. Generalmente, las gotas siempre dejan de caer antes de que el sol se esconda de forma definitiva hasta nuevo día. Esto es maravilloso. Es la naturaleza en estado puro. Es el calor dejando paso al aire fresco por unos momentos, hasta que la sofocante humedad se hace presente de nuevo, notando cómo los rayos se alejan y los truenos cesan. Me encanta ver llover en el trópico.
Cuando el cielo quiere terminar de llorar, a veces nos permite ver el sol de nuevo antes de que acabe el día, y si no lo vemos, intuimos su presencia a través de ese óleo pintado en las nubes de color naranja, morado, rosáceo; volviéndose violento durante unos instantes, para segundos después desinflarse y dejar paso a la calma de la noche, a la oscuridad que todo lo envuelve; haciendo que el sitio en el que estamos no se parezca absolutamente en nada a lo que era, pues ante la ausencia de color, ha sido despojado de toda belleza.
Ana Lucas
Replica a dencke1 Cancelar la respuesta